En el día de ayer, tras mantener una conversación con una
adolescente de trece años; comencé a
cuestionarme en qué momento dejamos de ser niños. ¿Cuál es la clave exacta para que esa dulce
inocencia desaparezca en nosotros y empezar a asumir responsabilidades?
Crecer y envejecer es algo obligatorio en la vida, sin
embargo, madurar resulta opcional.
Se puede ser muy joven
en la vida y tener una madurez extraordinaria, o por el contrario, intentar ser
siempre como Peter Pan y con ello evitar
tener propósitos ante la vida.
Madurar no es algo físico, es una cuestión de actitud, y
ciertamente, en muchas ocasiones no es
una tarea fácil. Hacerse mayor implica tomar conciencia de tu propia vida, y
mirar los errores del pasado, no para
lamentarnos por ellos, si no para intentar corregirlos. También conlleva intentar alcanzar nuestras propias
metas para ser felices con nosotros mismos y conseguir la confianza necesaria
para creer en nuestras capacidades ante las adversidades que se presenten en el
camino.
Y es que convertirse en adulto va acompañado de vivir nuevas
experiencias, y desgraciadamente quizás algunas de ellas nos resulten dolorosas; y ahí es donde está el verdadero reto, en
superarlas. El día menos pensado, descubriremos que, sin darnos cuenta, hemos
pasado a ser personas más realizadas, fuertes y valiosas.
Debemos intentar ser felices por lo que somos, y no sólo por
lo que tenemos; valorarnos, confiar en nosotros, aprender de nuestros errores, y ser capaces de superarnos día
a día; pero eso sí, siempre debemos dejar un huequito en nuestras vidas para
creer en “un país de Nunca Jamás” ya que, al igual que en los niños, la ilusión también
forma parte de nuestra felicidad.
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